“Bolívar y la Argentina”
Por
José Luis Muñoz Azpiri (h) (*)
Paul Valery, censuró y
desestimó a la historia por creer que “exagera los reflejos y conduce al
delirio de grandeza”. El escritor aludía, sin duda, a la historia patriotera.
Pero existe otro tupo de interpretación del pasado que abomina de todo
chauvinismo y confunde la historia con una mermelada cosmopolita y aséptica que
resulta no menos peligrosa. La “exageración de reflejos” no desaparece en este
caso, sino que cambia de punto de inserción. Si Bolívar manifestó simpatía por
los americanos del extremo meridional ¿cómo se explican, entonces, el episodio
de Guayaquil? ¿Cómo, la expulsión del ejército argentino del Perú, en 1825?
¿Cómo, el despojo del Alto Perú, Atacama y Tarija? ¿Cómo, el anhelo reiterado y
explícito del Libertador norteño de “pisotear” a Buenos Aires? ¿Cómo, su mofa
de San Martín, Arenales, Alvear, Alvarado, Díaz Vélez? Nada útil obtendremos
con transferir la “exageración” de Bolívar a Rivadavia, y los tres o cuatro
gatos doctrinarios que simulaban, por entonces, ejercer funciones de gobierno
en el Plata. Rivadavia fue culpable de infinitos errores, pero no creemos que
deban imputarse en la cuenta de éstos ni el desastre de Guayaquil ni el rapto
de Bolivia, por ejemplo.
Bolívar
se desplaza desde Angostura hacia Nueva Granada al saber que San Martín ha
cruzado los Andes y libertado a Chile. Dichos laureles le quitan el sueño.
Atraviesa entonces el brazo oriental de la cordillera colombiana – después que
los españoles habían hecho lo propio, en sentido inverso, pero movido acaso por
celos de la gloria conquistada por el capitán argentino. Lo cierto es que,
después de Boyacá, el objetivo principal del guerrero es el avance hacia el Sur
y la ocupación de territorios susceptibles de poder ser liberados por el
ejército unido argentino-chileno-peruano que comanda San Martín. A partir de
Guayaquil su sueño último y definido es la marcha hacia el Perú y el Plata. De
no haberse ensombrecido el panorama interno de la Gran Colombia en 1825,
habríamos tenido que librar una nueva batalla de Tucumán contra el invasor
venezolano.
El
8 de enero de 1823, Bolívar se halla en Pasto. Escribe una carta a Santander
donde define a Buenos Aires como “gobiernito en manos de bochincheros”. El 29
de marzo envía una nueva misiva al mismo, para comunicar que se le ha
aconsejado marchar “hacia Buenos Aires y Chile”. El 6 de mayo del año
siguiente, firma una nota en la cual se autotitula “alfarero de repúblicas”, y,
al lamentarse anticipadamente que las Provincias Unidas no le enviarán
refuerzos para concluir la guerra peruana, observa: “Esa republiqueta (la
Argentina) se parece a Tersites, que no sabe más que enredar, maldecir e
insultar”. El adjetivo “republiqueta” no deja de entusiasmarlo y lo endilga
repetidamente, a partir de entonces, a Buenos Aires.
Quito
ofrece un banquete a los vencedores de Pichincha. Bolívar proclama en el mismo:
“No tardará mucho el día en que pasearé el pabellón triunfante de Colombia
hasta el suelo argentino”. Lavalle se pone de pie, entonces y le recuerda que
la Argentina es un país independiente (cuyas tropas han cabalgado, además,
victoriosas hasta el Ecuador). O´Leary, “Memorias”. V.II p.170.
El
coronel porteño Manuel Rojas sostiene en una ocasión con firmeza su mirada ante
la del libertador. Éste pregunta -¿De dónde es usted?- Tengo el honor de ser de
Buenos Aires –contesta el aludido-. Se le conoce por el aire –observa aquel- Es
un aire propio de hombres libres – concluye el interrogado. Bolívar, como más
tarde Benjamín Subercasseaux y otros hombres públicos y escritores de
equivalente estructura psicológica, supone que el índice de la idiosincrasia
porteña son la insolencia y la petulancia.
El
nudo y detalles del episodio de Guayaquil son ya conocidos. Pueden resumirse en
la confesión de San Martín a O´Higgins: El libertador no es el hombre que
pensábamos”. Debemos abrir, con todo, un paréntesis en torno a la opinión,
demasiado extendida hoy día, de que San Martín era un hombre “terminado” cuando
concurrió a la entrevista. No hay tal. Viajó a Guayaquil –que no pertenecía a
Colombia- para afirmar precisamente el dominio del Perú, del cual era
Protector, sobre la ciudad; y en ésta, se encontró impensadamente con el
venezolano ¿Qué hacer con el general intruso?
En
vez de intimar a éste, como correspondía, el desalojo del punto en 48 horas,
pese a los dos mil argumentos con uniforme con que habría intentado defenderlo,
dio un paso atrás ¿Motivo? El héroe de Bailén explicó su decisión
satisfactoriamente: “No podemos dar al mundo un humillante escándalo… Bolívar y
yo no cabemos en el Perú” ¿Conviene agitar aquí el socorrido fantasma de “la
guerra civil”. Dicha sombre no intimidó a Bolívar cuando declaró la guerra al
Perú, en 1829. La renuncia de San Martín obedeció tan solo a su fidelidad a los
principios éticos inculcados en la escuela paterna y el ejército español.
Quienes hablan de “hombre terminado olvidan que, en ese momento, la población
de Guayaquil, a la cual llamaba Bolívar, “judía”, volvía a éste la espalda; que
la retaguardia del ejército venezolano estaba a punto de insurreccionarse; que
Pasto ardía en deseos de sacudirse el yugo de la presión republicana y
levantarse en armas contra los invasores, como lo hizo más tarde, alterando
todo el dispositivo militar colombiano, en tanto las deserciones en la tropa
cundían por centenares. El huésped del Guayas no era dueño ni del metro de
tierra que pisaba. Tan solo un año después pudo asomar la cabeza por el
verdadero Perú. Semanas antes, además, había recibido una carta enérgica del
Protector acerca de los derechos peruanos sobre Guayaquil y la conveniencia de
que los respetase, mientras Monteagudo, ministro universal de San Martín,
destituía del cargo de jefe del ejército independiente a Sucre, el vencedor de
Pichincha, por un motivo parecido. No es ésta política para “hombres
terminados”.
El
amo de la Gran Colombia no creyó sincero a San Martín en sus propósitos de
renuncia y supuso que se valía del artificio de querer dimitir para coronarse
como rey peruano. Tampoco interpretó lealmente el ofrecimiento de servir bajo
sus órdenes, proposición de sesgo tan inaudito que resultaría increíble de no
haber sido certificada, posteriormente, por el propio autor. Bolívar tenía fe
en sultanes que guerreaban de lejos, contra los españoles, en compañía de una o
dos queridas, como Urdaneta, pero no en San Martín. Resulta difícil creer, por
otra parte, en personajes que desbordan las dimensiones humanas. Ninguna
muestra de reconocimiento tuvo, para con el vencedor de Chacabuco y Maipo
cuando comprobó, en efecto, que este dimitía y se expatriaba para dejarle el
terreno libre.
A
partir de entonces, se declara una suerte de duelo colombiano-argentino. “Los
argentinos, por lo general, son altos, bien formados, llenos de inteligencia, y
por su habla y modales, muy seductores. Los colombianos, en cambio, se juzgan
superiores al resto de los americanos” (Paz Soldán, “Historia del Perú
independiente”) Caracas y Buenos Aires son los dos polos del desafío. El Perú,
liberado por San Martín, no solo no presta apoyo a las tropas de Alvarado, el
jefe sucesor de aquél, sino anhela inclusive la derrota de éstos a manos de los
españoles, deseo que se cumple, infortunadamente, en Moqueguá y Torata. La
progresión de equívocos, recelos y odio culmina con la expulsión de las tropas
argentinas de territorio peruano, en 1825. Dos de nuestros jefes aparecen
implicados en una conspiración para desalojar o suprimir a Bolívar.
Lograda
la victoria de Ayacucho, el ejército venezolano invade el Alto Perú, territorio
hasta entonces argentino. Sucre, lugarteniente del césar, amaña un “congreso”
en Potosí que declara la independencia del territorio. No termina aquí el
despojo. Atacama y Tarija amplían el caudal del rapto; el héroe de la ocupación
de esta ciudad es un irlandés pintoresco, uniforme militar, que se halla en
connivencia con Sucre. Buenos Aires envía a Potosí a dos delegados, Alvear y
Díaz Vélez; Bolívar los recibe y se mofa de ellos. Además, los engaña. El haría
cualquier cosa por satisfacer los deseos de la “republiqueta”, pero el congreso
de Bogotá y el gobierno peruano se lo impiden. Antofagasta queda en manos
suyas. El 11 de noviembre de 1825 escribe a Santander que Alvear le ha
insinuado unir a Bolivia y la Argentina bajo su nombre, un embuste que
encubría, además, un despropósito histórico. Los delegados solicitan, de
acuerdo a las instrucciones de la cancillería porteña, la colaboración de los
ocupantes de Potosí para combatir al Imperio del Brasil que ocupa desde ocho
años atrás, otra parte del territorio argentino, la Banda Oriental o “Provincia
de Montevideo”, como se decía antes. Bolívar se niega a hacerlo. Teme la
reacción inglesa, aún cuando considere que el Imperio es enemigo secular de las
repúblicas españolas. Para entonces, vende a Londres las minas del Alto Perú en
dos millones y medio de pesos, propone al gobierno peruano hacer lo mismo con
tierras y propiedades y escribe a Santander – carta del 17 de septiembre de
1825 – para que enajene los yacimientos metalíferos de la Gran Colombia. Fue
idea política del libertador de Venezuela, según se desprende de una carta a
Santander, del 28 de junio del citado año, federar toda la América española
para constituir una especie de dominio británico. Su casa militar era inglesa y
tropas de Albión decidieron las batallas e Boyacá, Carabobo y Pichincha. Al morir
proyectaba trasladarse en una fragata inglesa a Londres y acabar en Europa sus
días.
Los
delegados argentinos escuchan, por último, una proposición grotesca. El
ejército “libertador” invadiría el Paraguay para derrocar al “alzado de Francia”
y devolvería el país a Buenos Aires; la proposición era algo parecido a la que
formuló Hitler a Franco, en Hendaya, respecto del peñón de Gibraltar. Los
delegados argentinos quedaron atónitos ante la propuesta y preguntaron qué
agravio ha hecho el Paraguay a Colombia: “El Paraguay suena mucho en Europa,
sería una empresa de los tiempos heroicos”, es la respuesta. Alvear comunica a
Buenos Aires que el presidente colombiano demostró estar poseído de “un secreto
resentimiento contra las Provincias Unidas” y que se ha quejado de los
comentarios de los periódicos porteños de Buenos Aires acerca de su persona,
así como de un brindis adverso que se pronunció en un banquete. Era tomar por
la joda a uno y otro delegado. Los documentos que aluden a este “segundo Guayaquil”
tal como ha sido definida la Misión Alvear por un historiador, fueron
publicados por el Ministerio de Relaciones Exteriores argentino en 1927
(“Misión Alvear al Alto Perú”).
Estas
apreciaciones, que en nada desmerecen la figura del héroe del norte, fueron
extraídas de un estudio del padre del autor, publicadas en “Claves de Historia
Argentina” Buenos Aires, Editorial Merlín, 1968, y no tienen ánimo de agravio,
sino tan solo aportar un poco de rigor histórico al discurso “latinoamericanista”
tan en boga en nuestros días. Por otra parte: “La justicia histórica no se mide
al compás de la música de un tango ni la temperatura afectiva hacia nuestro
país es índice del calor vital que sirve de sustento a la grandeza humana o
cívica.”
(*) Académico de
Número. Instituto Nacional de Investigaciones Históricas “Juan Manuel de Rosas”
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