En un gesto inédito para un pontífice, Francisco respondió
por escrito las preguntas que el fundador del diario italiano la Repubblica, Eugenio Scalfari,
le formuló en dos editoriales de su diario. Son interrogantes sobre la fe. El texto completo de
la respuesta
Scalfari, intelectual de izquierda y ateo, había dirigido al Papa varias preguntas
sobre la religión y el hombre en la sociedad actual, a través de las páginas de
su periódico, en dos editoriales publicados en julio y agosto pasado.
Lo que probablemente no esperaba era que Jorge Bergoglio le respondiera. El
texto de la carta de Francisco fue publicado de inmediato por el diario con el título El Papa: mi carta a los
que no creen.
El director de la Repubblica dijo apreciar "mucho" al
nuevo papa, y aseguró que esta carta le resultó
"escandalosamente fascinante". Para él, es la prueba de
"la capacidad y el deseo del papa de superar los obstáculos del diálogo
con todos, en la búsqueda de la paz y el amor".
En su texto, a la pregunta de si
"el Dios de los cristianos perdona a los que no creen y no buscan la
fe", el Papa responde afirmativamente.
En un párrafo dedicado a los
judíos, Francisco dice que, a través "de las terribles pruebas
sufridas a lo largo de los siglos", éstos "han conservado la fe en
Dios, y por eso nunca les estaremos lo suficientemente agradecidos, en tanto
Iglesia, pero también en tanto humanidad".
El Papa reconoce además "la
lentitud, las infidelidades, los errores y los pecados que pudo haber cometido
y pueden aún cometer aquellos que componen (la Iglesia)", en esta carta inédita, que firma "con fraternal
cercanía, Francisco".
"Estimado Dr. Scalfari
Es con gran cordialidad que, si bien
sólo a grandes líneas, quisiera intentar con esta (carta) mía responder a la
carta que, desde las páginas de la Repubblica, ha
querido dirigirme el 7 de julio con una serie de reflexiones personales suyas,
que luego ha enriquecido sobre las páginas del mismo periódico el 7 de agosto.
Le agradezco, ante todo, por la
atención con la que ha sabido leer la encíclica Lumen fidei. La misma, de hecho, por voluntad de mi
amado Predecesor, Benedicto XVI, que la ha concebido y en gran medida
redactado, y de quien, con gratitud, la he heredado, está dirigida no sólo a
confirmar en la fe de Jesucristo a aquellos que ya se reconocen en ella, sino
también a abrir un diálogo sincero y riguroso con quien, como usted, se define
"un no creyente desde hace años interesado y fascinado por la enseñanza de
Jesús de Nazaret".
Creo que es sin duda positivo, no
sólo para cada uno de nosotros como individuos, sino también para toda la
sociedad en la que vivimos, que nos detengamos a dialogar sobre una realidad tan superior cuál es
la fe, que evoca la enseñanza y la figura de Jesús.
Pienso que existen, en particular,
dos circunstancias que hoy día hacen necesario y precioso este diálogo, el cual
constituye además, como es sabido, uno de los objetivos principales del Concilio Vaticano II, convocado por Juan XXIII, y por
el ministerio de los papas quienes, cada uno con su sensibilidad y su aporte,
han seguido desde entonces el camino trazado por el Concilio.
La primera circunstancia - como
se desprende de las páginas iniciales de la Encíclica- deriva del hecho
que, a lo largo de los siglos de la modernidad, se ha asistido a una paradoja: la fe cristiana, cuya novedad e
incidencia en la vida del hombre desde los orígenes se han expresado justamente
a través del símbolo de la luz, a menudo ha sido etiquetada como la oscuridad
de la superstición que se opone a la luz de la razón. De este modo entre la
Iglesia y la cultura de inspiración cristiana, por una parte, y la cultura
moderna de matriz iluminista, por la otra, se ha dado la incomunicabilidad.
Ahora es tiempo, y precisamente el Vaticano II ha inaugurado este ciclo, de
iniciar un diálogo abierto y sin preconceptos que reabra las puertas para un
serio y fecundo encuentro.
La segunda circunstancia, para quien
busca ser fiel al don de seguir a Jesús en la luz de la fe, deriva del hecho
que este diálogo no es un accesorio secundario de la existencia del creyente:
sino que es una expresión íntima e indispensable. Permítame que le cite a este
respecto una afirmación de la Encíclica que considero muy importante: puesto
que la verdad que la fe atestigua es la verdad del amor -se lee en ella-
"se ve claro así que la fe no es intransigente, sino que crece en la
convivencia que respeta al otro. El creyente no es arrogante;
al contrario, la verdad le hace humilde, sabiendo que, más que poseerla él, es
ella la que le abraza y le posee. En lugar de hacernos intolerantes, la
seguridad de la fe nos pone en camino y hace posible el testimonio y el diálogo
con todos." (n. 34). Es éste el espíritu que anima las palabras que hoy le
escribo.
La fe, para mí, nace del encuentro con Jesús. Un encuentro personal, que ha
tocado mi corazón y ha dado un nuevo rumbo y sentido a mi existencia. Y así
mismo un encuentro que ha sido posible gracias a la comunidad de fe en la que
he vivido y que a su vez me ha permitido acceder a la inteligencia de la Sacra
Escritura, a la vida nueva que como agua fluyente brota de Jesús a través de
los Sacramentos, a la fraternidad con todos y al servicio de los pobres,
verdadera imagen del Señor. Sin la Iglesia -créame- no habría
podido encontrar a Jesús, bien sabiendo que ese inmenso don de la fe
reposa en la frágil vasija de arcilla de nuestra humanidad.
Pues es precisamente a partir de
aquí, de esta experiencia de fe personal vivida en la Iglesia, que me encuentro
a gusto escuchando sus preguntas y buscando, junto con Usted, las sendas que
nos permitan, quizás, comenzar a andar un trecho del camino juntos.
Me disculpo por no seguir punto por
punto los razonamientos que Usted me propone en su editorial del 7 de julio. Me
parece más fructífero -o digamos que me es más natural- tocar directamente
la esencia de sus consideraciones. No repropongo tampoco la modalidad
expositiva de la Encíclica, en la cual Usted señala la falta de una sección
dedicada expresamente a la experiencia histórica de Jesús de Nazaret.
Observo solamente, para comenzar, que
un análisis de este tipo no es secundario. Se trata en efecto, siguiendo por lo
demás la lógica que guía el articularse de la Encíclica, de focalizar la
atención sobre el significado de lo que Jesús ha dicho y ha hecho y de esta
manera, en definitiva, sobre lo que Jesús ha sido y es para nosotros. Los
Escritos de san Pablo y el Evangelio de san Juan, a los cuales se hace
particular referencia en la Encíclica, se basan en el sólido fundamento del
ministerio mesiánico de Jesús de Nazaret que alcanza su culminación resolutiva
en la pascua de muerte y resurrección.
Por lo tanto, es necesario
enfrentarse con Jesús, diría, en la concreción y aspereza de sus vicisitudes,
tal como nos las narra sobretodo el más antiguo de los Evangelios, el de san
Marco. Se constata aquí que el "escándalo" que la palabra y los actos
de Jesús provocan a su alrededor derivan de su extraordinaria
"autoridad": una palabra, ésta, registrada ya en el Evangelio de san
Marco, pero de difícil traducción. La palabra griega es "exousia",
que literalmente hace referencia a aquello que "proviene del ser",
que se es. No se trata de algo exterior o de algo forzado, sino de algo que
surge de dentro y que se impone por sí mismo. De hecho Jesús conmueve, desplaza, innova a partir -él
mismo lo dice- de su relación con Dios, llamado familiarmente Abba, quien
le confiere esta "autoridad" para que él la emplee en favor de los
hombres.
Así Jesús predica "como uno que tiene autoridad", cura,
llama a sus discípulos a que lo sigan, persona... todas cosas que, en el
Antiguo Testamento, son de Dios y sólo de Dios. La pregunta que recurre en el
Evangelio de san Marco: "¿Quién es éste que...?", y que se refiere a
la identidad de Jesús, nace de la constatación de una autoridad diferente de la
del mundo, una autoridad que no tiene como fin ejercitar un poder sobre los
otros, sino servirlos, darles libertad y plenitud de vida. Llegando al punto de
poner en juego la propia vida, al punto de experimentar la incomprensión, la
traición, el rechazo, al punto de ser condenado a muerte, de caer en el estado
de abandono en la cruz. Pero Jesús permanece fiel a Dios, hasta la muerte.
Y es precisamente en ese
momento - como exclama el centurión romano al pie de la cruz, en el
Evangelio de san Marco - en el que ¡Jesús se muestra, paradójicamente
como el Hijo de Dios! Hijo de un dios que es amor y que quiere, con todo su
ser, que el hombre, que cada hombre, se descubra y viva él también como su
verdadero hijo. Esto, para la fe cristiana, es la confirmación del hecho de que
Jesús ha resurgido: no para triunfar sobre quien lo había rechazado, sino para
probar que el amor de Dios es más fuerte que la muerte,
el perdón de Dios es más fuerte que cualquier pecado, y que vale la pena
emplear la propia vida, hasta lo último, para testimoniar este inmenso don.
La fe cristiana cree esto: que Jesús es el Hijo de Dios que vino a dar su vida
para abrirnos a todos el camino del amor. Por lo tanto tiene Usted razón,
ilustre Dr. Scalfari, cuando ve en la encarnación del Hijo de Dios el quicio de
la fe cristiana. Ya Tertuliano escribía "caro cardo salutis", la
carne (de Cristo) es el quicio de la salvación. Porque la encarnación, es
decir el hecho de que el Hijo de Dios haya venido en nuestra carne y haya
compartido alegrías y dolores, victorias y derrotas de nuestra existencia,
hasta el grito en la cruz, viviendo cada momento en el amor y en la fidelidad a
Abbà, es testimonio del increíble amor que Dios nutre por cada hombre, del
valor inestimable que les reconoce. Por ello, cada uno de nosotros está llamado
a hacer suya la mirada y la elección de amor de Jesús, a entrar en su modo de
ser, de pensar, de actuar. Esta es la fe, con todas sus expresiones,
puntualmente descriptas en la Encíclica.
* * *
Siempre en el editorial del 7 de
julio, Usted me pregunta además cómo entender la originalidad de la fe
cristiana puesto que ésta se basa precisamente en la encarnación del Hijo de
Dios, respecto a otros credos que en cambio se fundan en la trascendencia absoluta
de Dios.
La originalidad, en mi opinión,
radica precisamente en el hecho de que la fe nos hace participar, en Jesús, en
la relación que Él tiene con Dios que es Abba y, bajo esta luz, la relación que
Él tiene con todos los demás hombres, incluso con los enemigos, bajo el signo
del amor. En otros términos, el vínculo de Jesús, como nos lo presenta la fe
cristiana, no nos ha sido revelado para marcar una separación insuperable entre
Jesús y los demás: sino para decirnos que, en Él, todos hemos sido llamados a
ser hijos del único Padre y hermanos entre nosotros. La singularidad de Jesús está dada por la comunicación, no por la
exclusión.
Sin duda, de ello también se
desprende - y no es una nimiedad- la distinción entre la esfera religiosa y la esfera política,
sancionada con aquella "Dad a Dios lo que es de Dios y a Cesar lo que es
de Cesar", afirmación íntegra de Jesús y sobre la cual, arduamente, se ha
construido la historia de Occidente. La Iglesia, en efecto, está llamada a
sembrar el fermento y la sal del Evangelio, es decir el amor y la misericordia
de Dios que alcanzan a todos los hombres, señalando la meta ultraterrena y
definitiva de nuestro destino, mientras que a la sociedad civil y política le
compete la dura tarea de articular y encarnar en la justicia y en la
solidaridad, en el derecho y en la paz, una vida cada vez más humana. Para el
que vive la fe cristiana, esto no significa fuga del
mundo ni búsqueda de hegemonía alguna, sino servicio al hombre,
al hombre todo y a todos los hombres, a partir de la periferia de la historia
manteniendo siempre vivo el sentido de la esperanza que incita a obrar el bien
no obstante todo y mirando siempre más allá.
Usted me pregunta también, como
conclusión de su primer artículo, qué decir a los hermanos hebreos a cerca de
la promesa que Dios les ha hecho: ¿se ha malogrado del todo? Este es -en
verdad- un interrogante que nos concierne radicalmente, como cristianos,
porque, con la ayuda de Dios, sobre todo a partir del Concilio Vaticano II,
hemos redescubierto que el pueblo hebreo sigue siendo, para nosotros, la raíz santa de la cual Jesús ha brotado. También yo,
en la amistad que he cultivado durante todos estos años con los hermanos hebreos,
en Argentina, muchas veces en la oración he interrogado a Dios, especialmente
cuando la mente traía el recuerdo de la terrible experiencia de la Shoah. Lo
que puedo decirle, con el apóstol Pablo, es que jamás se ha quebrantado la
fidelidad de Dios a la alianza estrecha con Israel y que, a través de las
terribles pruebas de estos siglos, los hebreos han conservado su fe en Dios. Y
por esta razón, jamás les estaremos suficientemente agradecidos, como Iglesia,
pero también como humanidad. El pueblo hebreo además, con su perseverancia en
la fe en el Dios de la alianza, nos recuerda a todos, incluso a nosotros los
cristianos, que estamos siempre a la espera, como peregrinos, del retorno del
Señor y que por lo tanto debemos permanecer siempre abiertos a Él sin jamás
atrincherarnos en lo que ya hemos alcanzado.
Paso ahora a las tres preguntas que
me hace en el artículo del 7 de agosto.
Tengo la impresión de que, en las
primeras dos, lo que le interesa es entender la actitud de la Iglesia hacia
quien no comparte la fe en Jesús. En primer lugar, me pregunta si el Dios de
los cristianos perdona a quien no cree o no busca la fe. Considerando que
-y es la cuestión fundamental- la misericordia de Dios no tiene límites
si nos dirigimos a Él con corazón sincero y contrito, la cuestión para quien no
cree en Dios radica en obedecer a la propia conciencia. Escucharla y obedecerla
significa tomar una decisión frente a aquello que se percibe como bien o como
mal. Y en esta decisión se juega la bondad o la maldad de nuestro actuar.
En segundo lugar, me pregunta si el
pensamiento según el cual no existe absoluto alguno y por ende tampoco una
verdad absoluta, sino solo una serie de verdades relativas y subjetivas, es un
error o un pecado. Para comenzar, yo no hablaría, ni siquiera por lo que
respecta a un creyente, de verdad "absoluta", en el sentido que
absoluto es aquello que es inconexo, aquello que carece de toda relación. Ahora
bien, la verdad, según la fe cristiana, es el amor de Dios hacia nosotros en
Jesucristo. Por lo tanto, ¡la verdad es una relación! Tanto es así que incluso
cada uno de nosotros la percibe, la verdad, y la expresa a partir de sí mismo:
de su historia y cultura, de la situación en la que vive, etc. Esto no significa que la verdad sea variable y subjetiva, todo
lo contrario. Significa que la verdad se nos revela siempre y sólo como un
camino y una vida. ¿No ha sido acaso el mismo Jesús quien ha dicho: "¿Yo
soy el camino, la verdad, la vida?" En otras palabras, siendo en
definitiva la verdad toda una con el amor, exige humildad y apertura para ser
buscada, escuchada y expresada. A este punto, es necesario aclarar bien los
términos y, tal vez, para salir de los encajonamientos de una contraposición...
absoluta, replantear a fondo la cuestión. Pienso que esta es hoy una necesidad
imperiosa para entablar ese diálogo sereno y constructivo que tanto deseo y del
cual hablaba en mis primeras líneas.
Como último punto me pregunta si, con la desaparición del hombre sobre la tierra,
desaparecerá también el pensamiento capaz de pensar Dios. Sin
duda, la grandeza del hombre radica en su capacidad de pensar Dios. Es decir en
su capacidad de vivir una relación consciente y responsable con Él. Pero la
relación se da entre dos realidades.Dios -este es
mi pensamiento y esta es mi experiencia, ¡pero cuántos, ayer y hoy, los
comparten!- no es una idea, si bien altísima,
fruto del pensamiento del hombre. Dios es realidad con
"R" mayúscula. Jesús nos lo revela -y vive la relación con Él- como
un Padre de bondad y misericordia infinita. Dios no depende, por lo tanto, de
nuestro pensamiento. Además, aún si acabara la vida del hombre sobre la tierra
-y para la fe cristiana, en todo caso, este mundo, así como lo conocemos está
destinado a acabarse-, el hombre no acabará de existir y, de un modo que no nos
es dado saber, tampoco el universo creado con Él. La Escritura habla de
"cielos nuevos y tierra nueva" y afirma que, al final, en el dónde y
en el cuándo que se encuentra más allá de nosotros, pero verdadero y hacia el
cual, en la fe, nos encaminamos con ansia y espera, Dios será "todo en
todos". Ilustre Dr. Scalfari, concluyo de esta forma mis reflexiones,
generadas por aquello que ha querido comunicarme y preguntarme. Las reciba como una respuesta provisional, pero sincera y optimista, a
esa invitación que me ha parecido vislumbrar de andar un trecho de camino
juntos. La Iglesia, créame, no obstante su lentitud, sus infidelidades,
sus errores y los pecados que pudo haber cometido y puede aún cometer en
aquellos que la componen, no tiene otro sentido ni fin sino el de vivir y
testimoniar a Jesús: Él que ha sido enviado por Abba "a traer a los pobres
la alegre noticia, a proclamar a los prisioneros la liberación y a los ciegos
la vista, a poner en libertad a los oprimidos, a proclamar el año de gracia del
Señor" (Lc 4, 18-19).
Con fraternal cercanía
Francisco
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