POR JORGE LANATA
Le sucede a todos
los que alguna vez hemos tenido que ir a otro país a hablar del propio: vértigo
de la gira, encuentro de dos imaginarios –el propio a ver lo que nos contaron y
el del público a verlo a uno mismo–; esas conferencias son siempre imprevisibles.
He leído de extranjeros los mejores análisis de la Argentina –sigo pensando,
con el tiempo, que Ortega y Gasset y Witold Gombrowicz fueron nuestros mejores
cronistas– y he visto también derretirse ante preguntas simples a
grandes filósofos franceses con buena prensa que llegaban al sur del
mundo como se llega a una versión de Hollywood con Carmen Miranda.
No sé en qué lugar
del mundo estará ahora Tzvetan Todorov, pero si tuvo alguna noticia sobre el
exabrupto de Juan Cabandié, esta debe haberle despertado una sonrisa triste. El
filósofo búlgaro emigrado a Francia en los 60, compañero de estudios de filosofía
del lenguaje con Roland Barthes, estructuralista de la Escuela de Altos
Estudios de Ciencias Sociales de París, visitó la ESMA en noviembre de 2010 y
dio dos charlas en esta ciudad. En una de ellas, en las que desarrollaba su
teoría sobre “los bárbaros”, alguien del público –¿un poco ombliguista?– le
preguntó si había leído el Facundo.
Pero la estela que
siguió la visita de Todorov fue posterior a su recorrido en la ESMA, donde se
permitió la libertad de pensar. Y lo que fue peor: de escribirlo en El
País de Madrid días más tarde: “Fui al Parque de la Memoria –escribió
el 7 de diciembre de 2010–, donde se ha erigido una larga estela destinada a
portar los nombres de todas las víctimas de la represión (unos 10.000, por
ahora). La estela representa una enorme herida que nunca se cierra (…) En el
catálogo institucional del Parque de la Memoria, publicado hace algunos días,
se puede leer: ‘Indudablemente hoy la Argentina es un país ejemplar en
relación con la búsqueda de la Memoria, Verdad y Justicia ’. Pese a la
emoción experimentada ante las huellas de la violencia pasada, no consigo
suscribir esta afirmación. En ninguno de los lugares que visité vi el menor
signo que remitiese al contexto en el cual en 1976 se instauró la dictadura ni
a lo que la precedió y la siguió. Ahora bien, como todos sabemos, el período
1973-1976 fue el de las tensiones extremas que condujeron al país al borde de
una guerra civil. Los Montoneros y otros grupos de extrema izquierda
organizaban asesinatos de personalidades políticas y militares, que a veces
incluían a toda su familia, tomaban rehenes con el fin de obtener un rescate,
volaban edificios públicos y atracaban bancos. Tras la instauración de la
dictadura, obedeciendo a sus dirigentes, a menudo refugiados en el extranjero,
esos mismos grupúsculos pasaron a la clandestinidad y continuaron la lucha
armada. Tampoco se puede ignorar la ideología que inspiraba a esta guerrilla de
extrema izquierda y el régimen que tanto anhelaba. Como fue vencida y eliminada
no se pueden calibrar las consecuencias que hubiera tenido su victoria. Pero a
título de comparación, podemos recordar que, más o menos en el mismo momento, entre
1973 y 1976 una guerrilla de extrema izquierda se hizo con el poder en Camboya.
El genocidio que desencadenó causó la muerte de alrededor de un millón y medio
de personas, el 25% de la población del país. Las víctimas de la represión del
terrorismo de Estado en Argentina, demasiado numerosas, representan el 0,01% de
la población. Claro está que no se pueden asimilar a las víctimas reales con
las potenciales, y tampoco estoy sugiriendo que la violencia de la guerrilla
sea equiparable a la de la dictadura”. Agrega Todorov sobre el final: “La
Historia nos ayuda a salir de la ilusión maniquea en la que a menudo nos
encierra la memoria: l a división de la humanidad en dos compartimentos
estancos, buenos y malos, víctimas y verdugos, inocentes y culpables. Si no
conseguimos acceder a la Historia, ¿cómo podrá verse coronado por el éxito el
llamamiento al Nunca Más?” Respondiéndole a la agente Mosquera (que aparece
hoy, tristemente frívola, en la tapa de Noticias), Cabandié volvió a la luz
aquel artículo de Todorov, mostrándolo en toda su bestialidad: la
década K ha creado una nueva oligarquía, seres superiores que se arrogan la
superioridad moral de la víctima, aquella que los sitúa por encima de los
controles, debajo de la canilla de subsidios y más allá de llevar encima los
papeles del auto. Larroque contra los qom en la Nueve de Julio o insultando a
Laura Alonso en el Congreso o a Juan Miceli en la pantalla; Kiciloff contra el
“hangarcito” de LAN, Recalde basureando a los legisladores, son parte de lo
mismo.
“Yo soy Juan, el
último aparecido soy el hijo de la sangre me puse solo el alma adentro mío (…)
soy el hijo de la sangre que me guía en los caminos” (del tema de León Gieco a
Cabandié) “Los jóvenes no me van a permitir dar ni un paso atrás” (De Cristina
Kirchner el 27 de abril de 2012) “A Cabandié le han dado de la nada un poder
inusitado, de golpe, que lo emborrachó y le hizo daño. La dictadura lo
destruyó, pero los Kirchner lo terminaron de matar” (de Laura Di Marco,
periodista, a Radio Continental).
Alguien le enseñó a
Cabandié que era la descendencia de los treinta mil mejores argentinos, al
punto de que lo transformaron en alguien que, si hoy pudiera elegir ser
víctima, lo hubiera hecho. La torpeza y la ignorancia de Cabandié
son tristes y evidentes. Me preocupa la de los que todavía no enfrentaron a los
agentes de tránsito, la de quienes creen a pie juntillas en una historia que le
inventaron los viejos para justificar su propio fracaso.
Investigación: JL /
María Eugenia Duffard / Amelia Cole
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